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El terror es una escritura de ráfagas

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A finales de noviembre, la escritora Mariana Enriquez (Buenos Aires, 1973) visitó México. Lo hizo poco a poco, al empezar por una de sus orillas: Ciudad Juárez, Chihuahua. A su llegada se encontró con una gran cruz de clavos. En la caseta de entrada a la zona urbana está ese tablón morado de más de dos metros, que funciona como caja para preservar la memoria: es lo primero que se ve. Cuando se le toma el pulso, no se puede ignorar que Ciudad Juárez es un lugar en donde no hay coincidencias para todo lo que llega, ni tampoco para todo lo que se va.

La autora dijo que le llamó mucho la atención esa necesidad que tiene la gente de hablar sobre las y los desaparecidos, sobre la creciente ausencia de cuerpos: “En el norte del país, de cada cinco personas que venían por una firma, una me hablaba de estos temas. Vi muchísimos carteles de gente desaparecida en las calles, en el centro. Iba con la ecuatoriana María Fernanda Ampuero. Las dos charlábamos sobre el enorme apuro de las personas de acercarse a escritores, que no son necesariamente especialistas, sino que tienen un interés relacionado con la experiencia cotidiana de los países donde viven. No me había pasado eso en otras partes de México; la urgencia de esos temas. El 90 % de las preguntas eran sobre cuerpos desaparecidos, fosas comunes, violencia contra las mujeres, que son algunos de los motivos que aparecen en mi narrativa”, señala, a propósito de la fosa común en el norte de Argentina que aparece en su novela Nuestra parte de noche (Anagrama, 2019). Y agrega: “También veo la necesidad de apalabrar la migración. En el norte de México ves ese territorio vacío que es bello, pero se vuelve ominoso”.

LO FUERA DE LUGAR

Al hablar de sus obsesiones —sexo entre hombres, vampirismo, drogas, desesperanza de la juventud, casas-máscara, secretos de familia, el mundo subterráneo de la noche—, el motivo del fantasma es uno que atraviesa la escritura de Enriquez como una perfecta metáfora de los traumas. “Aparece desde las historias clásicas, por ejemplo, en Elizabeth Gaskell —biógrafa de Charlotte Brontë, trabajaba en All the Year Round, revista de Charles Dickens—. Ella tiene un texto, “El cuento de la vieja niñera”, en donde aparecen fantasmas, pero lo que hay detrás es la condición de las mujeres en el siglo XIX”. En inglés existe un término asociado a los fantasmas, haunted, que se utiliza para un agente inquieto, nervioso, fuera de lugar. Alude a una entidad perdida. En el cuento de Gaskell, las mujeres entregan su cuerpo a una condición fantasmagórica (o a quién sabe qué ritual antiguo) para que la maquinaria de su contexto siga adelante. Son outsiders: están ubicadas en un sitio por imposición o por azar.

El fantasma es, en opinión de la argentina, un filamento del pasado que está obligado a repetirse, aunque no sea idéntico a sí mismo porque ya no es lo que fue: “Para mí, el fantasma tiene una característica: no puede salir de un loop. Camina de izquierda a derecha, y viceversa. No puede hacer nada más. Yo siento que en América Latina hay circuitos de los que no podemos salir, vamos como en un laberinto. Además, cuando el fantasma habla (en general se expresa poco) pide justicia o cuenta el trauma por el que pasó. Dice: me mataron injustamente; mataron a mi hijo; mis huesos están en otro lado; maté a mi hijo”. Son difíciles de aplacar, muchas veces no tienen alivio. “En el cuento clásico de fantasmas se restituye su figura. Pero yo creo que en el cuento contemporáneo son persistentes, siguen, porque la justicia se tiene que hacer en vida. Creo que esto es, metafóricamente, muy político. Además, se relacionan con la memoria. Y nuestros países están condenados a la memoria. En eso Argentina resulta un ejemplo dramático en estos días”.

UNA ESCRITURA SITUADA

Sus dos primeras novelas —Bajar es lo peor (Espasa, 1995) y Cómo desaparecer completamente (Emecé, 2004)— tienen narradores masculinos. Éstos conformaron por mucho tiempo el acervo lector y el imaginario de la porteña: “Leí más voces de varones que de mujeres en mi vida, y en muchas mujeres que leí, como Patricia Highsmith, también predominaban los narradores varones”. Es a partir de la primera década de los 2000 cuando empiezan a aparecer muchos textos de escritoras con narradoras mujeres, lo que le despertó un sentimiento de compañía. “Estamos en una época donde la mirada está muy puesta sobre las mujeres en general. Hay escritoras en países mucho más tranquilos, entre comillas, como España. Ahí hay una especie de vínculo siniestro con el pasado y la familia, que tiene que ver con la violencia, una muy silenciada. Se nota en muchísimas novelas de Layla Martínez”, expresa, a propósito de la autora de Carcoma —publicada este año en México, por Almadía—, novela que también trabaja con el tópico de la casa (un espacio doméstico y seguro) como motivo central del terror.

Desde un punto de vista diacrónico, Enriquez se pregunta sobre el momento en el que se inserta su escritura y dónde está situado el género del terror, vinculado con la política de forma clara. Además, reflexiona sobre cuáles son las diferencias con otras formas de abordar la violencia social. “Como escritoras, históricamente las mujeres nunca se vieron en la obligación de escribir sobre temas importantes. Por lo tanto, vas a encontrar muchas mujeres que escribían géneros menores”. ¿Y dónde hallar a todas esas autoras que arrancaban un horror misterioso de las palabras? “En México, Amparo Dávila hace cuentos con temas sociales y de relaciones de pareja; Clarice Lispector, en Brasil, es otra especie de ovni que retrata a una mujer comiéndose una cucaracha; Silvina Ocampo, en América Latina, se preocupa por las mujeres, los celos, la crueldad de los niños, la maternidad. Hay una línea muy impresionante, incluso en la literatura anglosajona, de ‘mujeres y lo fantástico’. Está Mary Shelley con Frankenstein, además de las hermanas Brontë. Todas las historias de fantasmas son, en esos momentos, escritas por mujeres”.

La sensibilidad de todas estas escritoras parecía inexistente, pero en realidad solamente no estaba representada, no era tan visible. La escritora pone como ejemplo el caso de Silvina Ocampo. En su proceso creativo de La hermana menor. Un retrato de Silvina Ocampo (UDP, 2014), Enriquez se dio cuenta que la autora de Las repeticiones escribía en solitario (ni en su amistad con Borges, ni en su parentesco con Bioy Casares encontró una afinidad con sus verdaderas inquietudes). A Ocampo le interesaban, como a las otras, el erotismo negro, el crimen, la disposición de objetos extraños y la perversión en la infancia. “Cuando una empieza a notar que hay cierta relación de las mujeres con estos temas, sobre todo con la violencia concebida de otro modo —una violencia política y social que afecta a sus hijos y su cuerpo como un campo de batalla— se entiende que las mujeres tienen una consciencia más clara de la vulnerabilidad, en general. Por algún motivo eso funciona muy bien en el género fantástico o en el terror. Tiene que ver con la experiencia de la vulnerabilidad del cuerpo”.

EL CUERPO COMO COSA

“Siempre nos quemaron, ahora nos quemamos nosotras” es una frase del libro de cuentos Las cosas que perdimos en el fuego (Anagrama, 2016), que concentra esa consciencia endeble de los cuerpos feminizados. Algunas veces se encuentra presidida por las condiciones de precarización en las que una mujer se desenvuelve, o por nacer y crecer en un escenario bélico. Esta exposición corporal selectiva se enmarca en un imaginario cultural que también toma relieve en otras narradoras, por ejemplo, en Las voladoras, de la ecuatoriana Mónica Ojeda, o en Chicas muertas, de la también argentina Selva Almada.

La enfermedad (estar expuesto a ella) y la fragilidad corpórea son experiencias que recorren la obra de Enriquez, muy cerca también del llamado body horror. La autora de Los peligros de fumar en la cama se alimentó de esta consciencia por dos motivos: primero, porque creció con una mamá médico y, segundo, porque fue una niña que se formó en el periodo de la dictadura argentina (1976-1983). “Lo que pasaba, políticamente hablando, es que había un montón de cuerpos que eran extraídos del cuerpo social”, señala. Se trataba de personas que no estaban (desaparecían asépticamente, como en una cirugía) y nunca más volvían a estar. El miedo de no ser sino un cuerpo vacío en medio de los procesos criminales y represivos por parte del Estado, en medio de todo aquello que nos lleva a ver el cuerpo como cosa, a cosificar la vida: un modus operandi de las pedagogías de la crueldad, a decir de la antropóloga Rita Segato.

LITERATURA Y POLÍTICA

A la hora de pedirle a un escritor o escritora que hable de algún tema de la realidad social habría que pensar siempre en términos de la palabra. “Una cosa es ver una tragedia, ir a ver la pila de muertos, y otra es escribirlos desde la ficción (incluso desde la no ficción, la crónica). Cuando sale del lenguaje y pasa a lo material, ahí digo no. Por eso el periodismo sí me cuesta”. Añade que escribir no ficción le resulta mucho más difícil que escribir ficción: investigar, entrevistar gente, decidir qué sí y qué no, las múltiples versiones contradictorias.

Enriquez tiene una claridad en su narrativa: el terror es un género que entiende las relaciones entre el mal y el poder. Pero de entre todo tipo de vínculos, le interesa el horror telúrico, el que aborda la cercanía del mundo, no los temas grandilocuentes. Por eso, la putrefacción humana y la palabra tortura las convoca desde la cotidianidad de Latinoamérica. Desde ahí nos sitúa en el paraje común y repetitivo de un pensamiento (e imaginario) que acontece cerca de todas y todos. “Mi terror no está en las ruinas europeas, sino en un barrio pobre latinoamericano; también en el poder. Trato de que sea algo incorporado a la vida cotidiana, que no resulte panfletario. No voy a escribir un libro donde Milei sea un monstruo”.

Ella nos invita a exigirle a la litera-tura desde sus propios términos: “A los escritores se les pide que tengan opiniones, como si trabajar con las palabras conllevara algún tipo de sabiduría, sensatez, sentido común o, al contrario, alguna originalidad en la mirada del mundo. Pero los autores no suelen tener opiniones más inteligentes o pertinentes que las de cualquier otra persona. Y, sin embargo, se nos sienta en mesas a hablar de feminismo, escritura y política, el estado del mercado editorial y demás. Lo cierto es que la realidad ofrece tramas, escenas y metáforas que remiten a la dictadura y a la violencia política todo el tiempo y todos los días”, señaló con ironía durante una conferencia en Chile, en el 2018.

SU RELACIÓN CON LA POESÍA

En el caso de la música, ésta no sólo se ve reflejada en los títulos de varios de sus libros o en los múltiples referentes y conexiones culturales con bandas —Radiohead, The Waterboys, Florence + The Machine, Suede—, sino también en su relación con la poesía. Siendo una gran lectora de Charles Baudelaire, pero sobre todo de Arthur Rimbaud, menciona que hay algo de la rabia adolescente, la sexualidad y la melancolía de Una temporada en el infierno, con la cual construyó parte de sus personajes. En Bajar es lo peor, especialmente, ese mismo tono le ayudó a componer a Facundo, uno de sus protagonistas. “Facundo es Rimbaud, digamos, pero con pelo largo”. Rimbaud buscaba reinventar la poesía desde la dislocación: “El poeta verdadero debe estudiar su propia alma, inspeccionarla y luego volverla monstruosa”. Sin duda, algo de esa monstruosidad poética la atraviesa también a ella. Y al revés, la poesía también le ha ayudado a relacionarse con las canciones: en las letras de Bruce Springsteen, por ejemplo, descubre un hilo con la esperanza y el desencanto de “Let America Be America Again”, un poema del afroamericano Langston Hughes.

Para Mariana Enriquez, el terror es un “género de ráfagas”. Y es cercano al llamado hallazgo poético. Tanto en el terror (un género temático), así como en la poesía (un género retórico) hay un elemento detonante que revela algo de la esencia de las cosas; a veces, de forma desconcertante o dolorosa. Ambos están entre el asombro y el extrañamiento. La ráfaga nos arranca de este tiempo para situarnos en otro, para estremecernos. Lanza descargas de artillería que se traducen en una reverberación, en algo que nace entre el suelo. Así como lo hacen: “¿Todas las flores son chicas muertas?” o “No había nadie ahí. La Oscuridad era una coleccionista de huesos”, frases de sus libros que sucumben en destellos violentos.

source https://www.razon.com.mx/el-cultural/terror-escritura-rafagas-556456

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